En el análisis marxista, tanto la enajenación como el fetichismo de la mercancía son claves para entender por qué y cómo el capitalismo sostiene relaciones de explotación. Mientras que la enajenación hoy es descartada por el abordaje que le diera el joven Marx en términos de la pérdida de la esencia humana –inspirada en la filosofía de Feuerbach–, en etapas posteriores Marx retoma el concepto para explicarlo en términos de relaciones sociales mediadas por la forma-mercancía.
Este giro da cuenta de la ontología del ser social que desarrolla Marx (y luego sistematizará Lukacs) en ruptura con los jóvenes hegelianos (Feuerbach entre ellos). Pero si bien voy a mapear el recorrido crítico de Marx, la intención de las siguientes líneas no es elaborar un paper filosófico-académico... sino, por el contrario, explicar por qué la idea de enajenación sigue siendo importante y no un mero lastre del romanticismo alemán en el marxismo. Voy a tratar de responder, entonces, lo siguiente:
Si desechamos la idea de la esencia humana, ¿qué es lo que se nos enajena en el capitalismo?
DEL IDEALISMO ALEMÁN A LOS MANUSCRITOS ECONÓMICO-FILOSÓFICOS
Ludwig Feuerbach, en La esencia del cristianismo (1841), argumenta que Dios no es más que una proyección de las cualidades humanas idealizadas. Para esto retoma la idea hegeliana de la enajenación, que explicaba la separación primigenia del sujeto y el objeto. El ser humano, dice Feuerbach, se enajena al transferir su esencia a una entidad trascendente, es decir a Dios, al que luego se somete. En este sentido, la enajenación aparece como una pérdida de la esencia humana, que debe ser restaurada mediante el “retorno al hombre”.
Acá ya se perfila la crítica romántica: la historia se presenta como la pérdida de una unidad originaria –el ser humano consigo mismo y con la naturaleza– que debe ser recuperada.
Por eso decimos que Feuerbach es romántico: no solo porque idealiza esa unidad primigenia (natural, espontánea, no mediada), sino porque concibe la liberación como un regreso a lo auténticamente humano, entendido como algo previo y más verdadero que las formas sociales históricas concretas. El ser humano es, para él, un ser genérico, naturalmente ético y sensible, y su realización se ve obstaculizada por las instituciones, religiones y formas sociales alienantes.
El joven Marx asume esta herencia crítica, pero la proyecta hacia el análisis del trabajo y la economía política. En los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Marx sigue el esquema feuerbachiano: hay un ser genérico o una esencia humana (el trabajo consciente, libre, social) que en la sociedad capitalista se encuentra enajenada. El trabajador está separado:
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Respecto del producto de su trabajo. El trabajador produce un objeto que no le pertenece, que se convierte en algo ajeno e independiente de él, incluso en un poder que lo domina. Cuanto más produce el trabajador, más se empobrece y menos valor tiene su propio trabajo. El objeto producido se enfrenta al trabajador como algo extraño.
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Respecto de su actividad laboral. El trabajo mismo se convierte en algo externo al trabajador, no es parte de su ser. Se siente infeliz, mortifica su cuerpo y arruina su mente durante el trabajo. El trabajo es forzado, no voluntario, y solo sirve como un medio para satisfacer necesidades fuera del trabajo.
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Respecto de su ser genérico. El trabajo alienado separa al hombre de su propia esencia como ser humano, de su "ser de especie". La actividad vital del hombre se convierte en un simple medio para su existencia física. Su ser consciente y su capacidad de transformar la naturaleza se ven reducidos a una mera herramienta para sobrevivir.
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Respecto de los demás seres humanos: El sistema capitalista y el trabajo alienado llevan a la alienación del individuo con respecto a otros individuos. La relación con otros trabajadores y con el capitalista se basa en la explotación y la competencia, no en la colaboración y el reconocimiento mutuo.
Este análisis es profundamente humanista (porque parte de una concepción esencial del ser humano) y romántico (porque aspira a una reconciliación con la “naturaleza humana” originaria). En este sentido, el comunismo aparecería como el “retorno del hombre a sí mismo”, una forma de vida reconciliada donde el trabajo deja de ser sufrimiento y se convierte en expresión libre de la vida.

Sin embargo, como veremos más adelante, Marx pronto superará esta perspectiva antropológica, pero sin renunciar del todo al impulso crítico que la motivaba. El problema ya no será la pérdida de una esencia, sino las relaciones sociales que objetivan al sujeto y le presentan su propio mundo como algo ajeno. Notemos, sin embargo, que solo el punto 3 es problemático y será disuelto. Tanto la enajenación respecto del producto de nuestro trabajo, de nuestra actividad (re)productiva y de los demás seres humanos es algo que se reproduce en las relaciones de mercado y en la forma-mercancía.
Cualquiera que haya visto Severance, por ejemplo, y haya considerado que haría el mismo proceso que la serie dramatiza (es decir, separar tu conciencia en el trabajo de tu conciencia fuera del trabajo), puede verse reflejade en esos tres puntos. Sin ir tan lejos, es mínimo el porcentaje de trabajadorxs que siente que su trabajo tiene un sentido social (1), mucho menor es la cantidad de gente que puede decidir sobre sus condiciones (2). Por otro lado, es notorio cómo las relaciones de competencia que establece el mercado de trabajo implican una despersonalización, en el mejor de los casos, de nuestras relaciones laborales (4).
DE LA "ESENCIA" A LAS RELACIONES SOCIALES HISTÓRICAMENTE ESPECÍFICAS
Con el paso del tiempo –a partir de mediados de la década de 1840–, Marx comienza a abandonar la noción de que la esencia humana es algo que cada individuo posee de manera aislada. La crítica se desplaza hacia las relaciones sociales y las estructuras que, en la sociedad capitalista, constituyen los mecanismos de explotación. Se funda, entonces, una ontología del ser social, donde lo primario son las relaciones y lo secundario los individuos involucrados.
Lo que anteriormente se enmarcaba en un ideal romántico, de esta manera, se transforma en un análisis más concreto de cómo las prácticas productivas alienan a los individuos. No de su “naturaleza”, sino de su libertad vital, por la posición que les es dada dentro de un entramado social, que los convierte en meros engranajes de una maquinaria productiva que los subordina.
Este desplazamiento teórico se cristaliza en lo que Marx y Engels desarrollan como el problema de la inversión social, una noción que se convertirá en eje central del concepto de fetichismo. Ya no se trata de que el ser humano pierda una esencia que le es propia, sino de que las relaciones sociales mismas se invierten y aparecen como relaciones entre cosas. Los sujetos se objetivizan y los objetos se subjetivizan.

¿Qué significa “inversión”? Se trata de un proceso por el cual los productos del trabajo humano, las relaciones entre personas y las condiciones sociales creadas históricamente, adquieren una forma autónoma, cosificada, que se impone sobre los propios sujetos. Es decir: el mundo social aparece “al revés”.
Esta idea está presente ya en Hegel (por ejemplo, en la dialéctica del amo y el esclavo), y también en Feuerbach (cuando denuncia que el hombre crea a Dios y luego se somete a él). Pero en Marx, la inversión se vuelve material, no solo ideológica o religiosa: en el capitalismo, el trabajo humano se objetiva en mercancías, y esas mercancías empiezan a regir la vida social como si tuvieran voluntad propia. La enajenación no corresponde solo al campo de relaciones intersubjetivas, sino que es parte de las condiciones objetivas, de relaciones materiales de producción.
Marx lo formula con precisión en El Capital: así como en la religión el ser humano es dominado por los productos de su mente (los dioses), en la economía capitalista es dominado por los productos de su mano (las mercancías). Esta analogía no es meramente retórica: señala cómo una estructura social específica cosifica las relaciones entre individuos y les da una apariencia de naturalidad y autonomía que oculta su origen humano e histórico.
Esta inversión práctica, como la llama Søren Mau, es la base de una inversión ideológica: porque las relaciones sociales aparecen invertidas, los sujetos también las piensan y experimentan como si fueran “naturales”, inevitables, inmodificables. Así, el salario parece equivalente al “valor del trabajo”, el capital parece ser “productivo por sí mismo”, y el mercado aparece como una “ley natural”. Esta es, en última instancia, la lógica fetichista del capital: hacer pasar lo social por natural, lo histórico por eterno, lo contingente por necesario. La enajenación ideológica parte de una enajenación fundamentalmente material. Ampliemos esta idea.
DE LA ENAJENACIÓN AL FETICHISMO
Hay una clara continuidad entre el fetichismo de la mercancía, tal como lo formula Marx en El Capital, y el hilo crítico en torno a la enajenación. Tal como lo explica Marx, el fetichismo consiste en que las relaciones sociales entre personas –relaciones mediadas por el trabajo– aparecen como relaciones entre cosas. Los productos del trabajo humano adquieren, así, una existencia aparentemente autónoma, como si el valor fuese una propiedad natural de los objetos, y no el resultado de relaciones sociales específicas.
Ahora bien, como señala Søren Mau, no todos los intérpretes marxistas han leído este concepto del mismo modo. En el marxismo tradicional, el fetichismo ha sido interpretado mayormente como un problema ideológico, entendido en el sentido de una “falsa conciencia” o un error de percepción: se trataría de una distorsión que puede corregirse mediante la crítica, un velo que oculta las verdaderas relaciones sociales y que es mantenido por intereses de clase o por ignorancia. Desde esta perspectiva, el fetichismo sería una mera “ilusión” impuesta por la superestructura.
Sin embargo, esta lectura ha sido desafiada por una corriente creciente que considera que el fetichismo no es solo una forma ideológica, sino que es constitutivo del modo de producción capitalista en su mismo funcionamiento objetivo. Marxistas como Isaak Rubin, Michael Heinrich, Anselm Jappe, entre otros, sostienen que el fetichismo no es un mero “engaño” sino un fenómeno real, una forma material de existencia social en la cual las relaciones sociales realmente se estructuran y median a través de objetos (mercancías).
Según esta interpretación, que Mau explica y evalúa críticamente, el fetichismo implica una inversión práctica de la realidad social, no simplemente una ilusión subjetiva. En otras palabras, las cosas no solo parecen tener valor, realmente funcionan socialmente como si lo tuvieran, porque las prácticas cotidianas del intercambio están estructuradas de tal modo que ocultan sus propias condiciones de posibilidad. El valor no se presenta como una relación social entre trabajos humanos, sino como una propiedad natural de los objetos, y esta apariencia no es un error arbitrario, sino el producto estructural de la forma mercancía. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia, dirían Marx & Engels en La ideología alemana.

No obstante, Mau defiende una posición intermedia: reconoce que esta inversión práctica –el hecho de que las relaciones sociales adquieran una forma cosificada– es fundamental, pero subraya que para Marx, el concepto de fetichismo sigue siendo una expresión ideológica. Es decir, no hay que elegir entre una interpretación ideológica o una estructural: el fetichismo es una forma de ideología anclada en prácticas sociales reales, no una ilusión que pueda disiparse con mera conciencia crítica, ni tampoco una simple “estructura sin sujetos”. En este sentido, para Soren Mau, en la crítica de Marx al fetichismo hay una doble inversión: primero, una inversión práctica, donde las relaciones sociales se cosifican; y segundo, una inversión ideológica, donde esta cosificación se naturaliza. Por tanto, el fetichismo es el resultado visible de una estructura invisible, en la que los sujetos actúan como si las cosas mismas tuvieran voluntad, agencia o poder.
Lo crucial es entender que el fetichismo no es un producto del engaño, sino de la forma social del trabajo bajo el capitalismo, y que todos –proletarios, capitalistas, incluso los economistas políticos– están subordinados a él. El fetichismo vendría a ser un fenómeno estructural e ideológico al mismo tiempo, donde la forma mercancía no solo vela las relaciones sociales, sino que las forma y las reproduce en su modo alienado. Es precisamente por eso que el fetichismo es tan eficaz: porque su fuerza no reside en un engaño externo, sino en el modo en que la vida social se organiza realmente bajo el capital.
Este enfoque no solo complejiza la noción de ideología (alejándola de la caricatura del “engaño deliberado”), sino que la politiza más profundamente, ya que muestra cómo la dominación capitalista no necesita de coerción directa para reproducirse: se sostiene mediante formas de vida cotidianas en las que los sujetos participan sin cuestionar los supuestos de base. Si el fetichismo implica la deshistorización de los procesos productivos (pero también reproductivos, políticos, sociales, etc.), la enajenación es la negación de nuestra agentividad histórica en esos procesos.
LA ENAJENACIÓN DE NUESTRA POTENCIA
Volvamos a nuestra pregunta inicial: ¿qué es lo que las relaciones capitalistas de producción, que cosifican relaciones sociales y subjetivan relaciones entre cosas, nos enajenan? Siguiendo lo que decíamos recién, se nos enajenan la libertad de la que somos capaces y nuestra potencia como seres sociales. Detengámonos en esto unos párrafos más.
En El capital, Marx señala que el capitalismo se apropia de conquistas de la ciencia, la técnica y la organización del trabajo para su propio beneficio. Pero también, como agrega Juan Del Maso, el capitalismo crea condiciones para el comunismo, tales como la cooperación en el proceso de trabajo, el desarrollo y aplicación de tecnologías, la apropiación de las fuerzas de la naturaleza útiles para la producción, la creación de maquinaria que solamente puede emplearse en común por varios trabajadores, la economización de los medios de producción y la tendencia a expandir la socialización productiva. Pero estas condiciones, potencialmente emancipatorias, están permanentemente neutralizadas por las relaciones de producción capitalista. Están enajenadas.
Yo no puedo decidir, con mis compas de trabajo, cuánto y cómo trabajo; mi jefe lo hace por mí. No puedo participar en las decisiones sobre qué se hace con el producto de mi trabajo; el mercado y el Estado lo hacen por mí. No puedo deliberar democráticamente sobre cómo nos organizamos como seres humanos habitantes de este planeta; las instituciones lo hacen por mí.

Pero antes de seguir, retomemos un poquito. Es cierto que crítica posmoderna o posmarxista al concepto de enajenación se trata de una ruptura válida con el romancismo (cosa que Marx ya había hecho), que muchas veces encuentra en formas político-económicas del pasado (generalmente europeo) los modelos de la emancipación. Pensando en La hidra de la revolución, podríamos pensar que estos imaginarios, muchas veces, responden a idealizaciones de algunos topois propios de la memoria antropológica europea respecto de la caída del Imperio Romano de Oriente, que parecía prometer a algunas comunidades topárquicas una autonomía progresiva coexistente y antagónica al régimen feudal. En esas relaciones materiales históricas podemos encontrar el origen de la expresión subjetiva o filosófica del idealismo alemán y su reversión de la expulsión del paraíso bíblica.
Pero la enajenación no es respecto de medios productivos con los que "antes sí" se contaba. Aunque la acumulación originaria del capital se hizo en base a la expropiación de fuerzas productivas generadas por relaciones de producción precapitalistas, como el feudalismo o el incaísmo, aquellas eran sociedades de clase. Si bien se puede decir que existía una autonomía relativa en algunas de las comunas feudales o precapitalistas en general (que incluso se desarrollaban en barcos pirata, como historizan Rediker & Linebaugh), no hay un momento de libertad plena antes del capitalismo "que nos fue enajenada" por la burguesía. La explicación a estos prejuicios la podemos encontrar en un análisis histórico de la expierencia luddita, por ejemplo.
Por eso, más que un "ser trascendental suspendido" por la emergencia del capitalismo, lo que se nos enajena, en realidad, es nuestra potencia. Lo que puede ser y todavía no es, la libertad que nos promete el desarrollo de nuestra conciencia. Las relaciones sociales que estructura la valorización del valor nos separan cada vez más de nuestros otros posibles, de nuestras capacidades de establecer futuros distintos al futuro normado por el capital.
Cuando hablamos de enajenación, hablamos de relaciones materiales y simbólicas de producción, más o menos impersonales, que constriñen nuestras posibilidades históricas como clase. En este sentido, todxs estamos alienadxs en cuanto subjetividades explotadas, aunque cada quien pueda adquirir distintos niveles de conciencia en distintos aspectos de la vida social, según su grado de politización, formación, organización, etc. La enajenación como expresión ideológica es reversible a través de la crítica, pero la enajenación como inversión práctica solo puede abolida con el fin del capitalismo.
En este sentido, la "desenajenación" no se trata de que el sujeto iluminista, dominador de la naturaleza, patriarcal y colonial, vuelva a estar en el centro de la vida social. De hecho, nunca dejó de estarlo, aunque incluso él esté enajenado. El individuo modelo del Gran Emprendedor sigue encarnando las relaciones de producción capitalistas (patriarcales, coloniales y ecocidas) tanto hoy como en los inicios del capitalismo, enajenado a la ley del valor, su impulso de competencia y su necesidad de dominación. La desenajenación de la que hablamos, en cambio, habla no del individuo sino de la clase, que necesita reapropiarse democráticamente del producto de su trabajo, de los procesos productivos, de su potencia comunitaria en tanto ser social y de su relación metabólica con la naturaleza.

FANTASMAS DE FUTURO
El esceptiscismo de autores como Mark Fisher respecto del concepto de enajenación, sin embargo, no impide desarrollar idea de "fantasmas de futuro", que no son sino nuestras potencias enajenadas, nuestros futuros inhabilitados por las dinámicas del capital. Aquelllos futuros que parecían inminentes en el pasado y ahora no son más que el rastro psíquico de las posibilidades inconclusas. La novedad específica de Fisher es que, para él, esos futuros perdidos todavía merodean el imaginario del inconsciente de clase, así como la memoria antropológica del europeo feudal y su consencuente nostalgia respecto de la autonomía progresiva que parecía prometerle la caída imperial. Hay algo muy benjaminiano en estos pensamientos, que permite ligar a Fisher al marxismo gótico.
En nuestro caso, entonces, los fantasmas de futuro son los del comunismo estatista que prometía el curso de la Revolución Rusa, por ejemplo. Pero también la progresiva conquista de derechos del movimiento obrero a través del reformismo popular al estilo laborista o peronista, de degradación más lenta. No sería inesperado que pronto surjan las fantasías de automatización laboral y que el colapso climático dé por tierra, para pasar a alimentar la nostalgia de futuro del melancólico de izquierda del próximo medio siglo. Evidentemente, hay algunos fantasmas de los que nos debemos exorcizar, mientras otros deben ser conjurados para recuperar, no su representación cristalizada en el pasado, sino su potencia de futuro.
Como el Ángel de la Historia de Walter Benjamin, que "ve una única catástrofe que amontona incansablemente ruina tras ruina y se las va arrojando a los pies", el capitaliso es una fábrica de fantasmas de futuro en la medida en que habilita potencias que luego se encarga de neutralizar, puesto que solo las clases explotadas pueden desplegarlas en su lucha por la liberación.

Cuando Marx dice que "la revolución comunista no puede extraer su poesía más que del futuro" (como les gusta citar a los aceleracionistas de izquierda de influencia fisheriana), está implicando la idea enajenación de potencias. Si la poesía es la desautomatización del lenguaje, lo que quiere decir Marx es que hay un futuro automático, normado, capitalistamente prosaico y enajenado, que debe ser desautomatizado, reapropiado y refuncionalizado, para que pueda ser comunista.
El comunismo ha venir de la fantasía especulativa con la cual el proletariado logre reapropiarse de su potencia. En ese coincidimos con el aceleracionismo psíquico que propone Emiliano Exposto: "¿Acaso no existe un vector fantástico en la revolución bolchevique? ¿Y en el guevarismo? Como reverso de las hipótesis estratégicas y discusiones ideológicas, las revoluciones del pasado portaban una potencia sensible cifrada en sus discursos, acciones y fantasías disruptivas".
Cuando hablamos de fantasía, no nos referimos necesariamente duendes y dragones. Como dice Judith Butler, la fantasía no es lo opuesto a la realidad; "es lo que la realidad impide realizarse (...). La promesa crucial de la fantasía, donde y cuando existe, es retar los límites contingentes de lo que será y no será designado como realidad". La fantasía es cosa seria, "es lo que nos permite imaginarnos a nosotrxs mismxs y a otrxs de manera diferente; es lo que establece lo posible excediendo lo real; la fantasía apunta a otro lugar y, cuando lo incorpora, convierte en familiar ese otro lugar", dice la filósofa.
Por eso es necesario poder separar la paja del trigo. Es decir, hace falta cierto grado de abstracción crítica que logre separar, por un lado, los futuros ilusonariamente emancipatorios que publicita el capitalismo impersonalmente para reproducirse a mejor escala (el progresismo, el nacionalismo popular, etc.), de aquellos futuros posibles prefigurados en nuestras relaciones sociales de mejor calidad sociometabólica, por el otro. Si no podemos pensar en los términos de la enajenación y la rica potencia del ser social, muy difícil será vislumbrar la frontera entre la reproducción de lo mismo y el quiebre sistémico.
Porque la enajenación a la que nos somete el capitalismo nunca es total; donde hay poder hay resistencia. En efecto, el capital no es un demiurgo maquiavélico que subsume la totalidad social bajo sus lógicas, sino que siempre deja un resto, no sólo pretérito sino también potencial, en la medida en que no es capaz de controlar al 100% la conciencia humana. Engendra, para ponerlo en términos dialécticos, su propia negación, que no se da por arte de magia ni por el mero desarrollo de las fuerzas productivas, sino en la propia dinámica histórica de las luchas emancipatorias que despliegan las clases subalternas.

memento mori!
BIBLIOGRAFÍA
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Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Karl Marx
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La ideología alemana, Karl Marx & Friedrich Engels
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Grundrisse, K. Marx
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El Capital, Vol. I, K. Marx
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Tesis sobre Feuerbach, K. Marx
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Fenomenología del espíritu, G. W. F. Hegel
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La esencia del cristianismo, L. Feuerbach
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Compulsión muda. Una teoría marxista del poder económico del capital, Søren Mau
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Introducción a la crítica de la economía política de Marx, Michael Heinrich
-
Ensayos sobre la teoría marxista del valor, Isaak Illich Rubin
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Las aventuras de la mercancía: para una nueva crítica del valor, Anselm Jappe
-
La hidra de la revolución, Peter Linebaugh & Marcus Rediker